Por Jaime Alberto Palacio Escobar*
Le tocaba vivir como si fueran dos personas distintas. En el día hacía algunas tareas como funcionario de una dependencia gubernamental. En la noche y los fines de semana ejecutaba las tareas que el gran patrón ordenaba a través de sus hombres de confianza. Con el tiempo se volvió imprescindible para ellos, hasta el punto de que al contestar el teléfono y escuchar: “Boni te necesitan”, era porque de algo grande se debía ocupar -una ejecución, un asalto, una bomba en un edificio público, el transporte de grandes cantidades de dinero, entre otras tareas propias de ese otro oficio-. En esas “vueltas” se le iba parte de la semana, de los meses y, sólo, de algunos años. Eran los tiempos de violencia inusitada, que asoló la región y casi que al país entero. Era la fuerza de un contrapoder, que quiso acabar con todo lo que representara la institucionalidad, sin compasión alguna. Para eso estaba hecho el Boni, para estar al frente de acciones de fuerza y dolor y mostrar que ese poder oculto podía dominar. Fueron más de dos décadas de incertidumbre y zozobra, como si fuera una larga noche oscura.
Por una chaqueta
Una cantina en el barrio, cerca de donde el Cristo es rey en Envigado, era el lugar para desfogar que el Boni y sus amigotes frecuentaban varias veces en la semana. Los acompañaban el licor, otras cositas generadoras de sensaciones explosivas, el tango y, de un tiempo en adelante, los corridos prohibidos mejicanos. En una de esas tardes, él conversaba con su parcero más cercano, nadie escuchó lo que hablaban, lo cierto es que la conversación fue subiendo de tono hasta que se le escuchó decir con un grito ensordecedor: “vea hijoe’puta, ni le vendo, ni le regalo mi chaqueta, si la quiere me tiene que matar malparido”. Intentó sacar su arma, pero no alcanzó. El “fierro” del otro ya apuntaba a su frente, mientras le ordenaba que se la quitara. Se puso la chaqueta y le dijo: “no te mato porque hemos sido panas, pero me vas a recordar por siempre”. Fue tal la indignación del Boni, que le dio la espalda, para que el otro no viera su impotencia expresada en una lágrima que le corrió por la mejilla, sin saber las consecuencias de ese movimiento. En el instante se confundieron dos ruidos, el trueno de un disparo y el del motor de la moto que arrancó a toda velocidad. Muchas semanas pasaron para que Boni asimilara el fatídico pronóstico médico: no volvería a caminar.
Una vida en blanco y negro
Su vida se volvió una dolorosa rutina. De la casa lo llevaban a la cantina, donde todos los días eran iguales, licor, tangos y prolongados silencios. Una tarde de esas llegó un conocido de Boni, conversaron poco tiempo, el necesario para que ambos brindaran con un par de tragos dobles. Nadie se percató que el amigote recibió un sobre, lo guardó y se fue.
En una noche oscura con mucha lluvia, Boni se embriagó más que otros días. Muy molesto con todo, solo dejó que lo pasaran a la otra acera e insistió que era capaz de llegar por sus propios medios a su casa, el mesero lo condujo y le arropó la espalda con su chaqueta. Los transeúntes corrían del agua para buscar donde protegerse. Uno de ellos corrió desde la otra esquina de la cantina, lo alcanzó, sacó del bolsillo un arma con silenciador, descargó un tiro en el cuello del Boni que le dobló la cabeza y empujó la silla para que alcanzara a llegar hasta la puerta de su casa.
*Envigadeño raizal, nacido en 1958. Autor de los libros: Al final de cuentas, qué hacemos en Gestión Humana (2008); La paz laboral, costo o inversión (2012) y Envigadeñas (2021). Colaborador habitual del periódico Órbita, la revista La Vitrola y El Envigadeño Medio de Comunicación, publicaciones de Envigado.