Por Jaime Alberto Palacio Escobar*
Al doblar una esquina en el barrio José Félix de Restrepo en Envigado me encontré con el grandísimo y nuevo edificio de la Institución Educativa José Miguel de la Calle. Fue imposible en ese momento no evocar la antigua edificación blanca de un solo piso a la que llegué en 1966 para estudiar la primaria. Al pasar una puerta metálica, ingresé a un complejo moderno de cuatro pisos, con corredores amplios, de frente a un pequeño patio que me hizo contraste con la inmensa estructura antigua con cancha de baloncesto y de voleibol incluidas. Lo único que pensé fue: evidentemente aquí hay un concepto constructivo, funcional y estético totalmente distinto. Me detuve en un aula de la quedé maravillado por su amplitud, los pupitres, algo así como para treinta estudiantes y la dotación (con una leve sonrisa recordé que en primero éramos 82 alumnos, en pupitres de tres puestos).
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Lavarse los pies, otra época
Qué gran auditorio el que me encontré en el extremo oriental del complejo, allí donde otrora estaban las pocetas para el lavado de pies y manos -muchos niños llegaban descalzos en aquella época- y el canal que servía de sanitario, de menos a más profundidad, ya que no había tazas individuales, era todo un tormento entrar allí y tener que estar parado a uno y otro lado del canal.
En los pisos superiores vi aulas especializadas, laboratorios y centros de trabajo. Todo ello me reveló una extraordinaria disposición para una institución educativa que recibe mil alumnos en todo el ciclo primario y secundario de la educación.
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Mis maestros
Logré identificar y saludar a dos docentes muy jóvenes, muy cercanos con los estudiantes en el trato y en la conversación. Al verlos en esa tónica, recordé a mis maestros de escuela, unos señores de saco y corbata, muy amables, pero distantes, tal vez por la sensación de autoridad que sentíamos al encontrarnos con ellos. El gusto con el que algunos saludaron a aquel profe con el que conversé, me llevó en la memoria a don Gustavo Castaño, mi maestro de tercero primaria, a quien siempre he recordado como un verdadero educador. Ni qué decir de doña Consuelo Ramírez, quien se le midió al grupo de los 82 que entramos a la escuela en 1966.
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La felicidad se llama Jose
Me contaron que son 22 docentes de planta y un buen staff de apoyo en aseo y servicios generales para el bienestar de los estudiantes. Nuevos tiempos, otros conceptos, políticas actualizadas. En aquellas décadas hasta barrer y trapear los corredores hacía parte de nuestra vida escolar.
Al entrar al patio principal leí un pendón que decía: “Bienvenidos a la Jose, un lugar para ser feliz”. Y sí, en la escuela José Miguel de la Calle fuimos muy felices hace más de 55 años. Hoy en la institución educativa, esos cientos de niños y adolescentes también lo son, -en su cara se les percibe-. Es un sello imperecedero de una entidad, en y del corazón de un barrio tradicional que la vio nacer, fue testigo de sus cambios a lo largo de los años y hoy celebra su transformación, principio de garantía de su perdurabilidad para la llegada de futuras nuevas generaciones.
*Envigadeño raizal, nacido en 1958. Autor de los libros: Al final de cuentas, qué hacemos en Gestión Humana (2008); La paz laboral, costo o inversión (2012) y Envigadeñas (2021). Colaborador habitual de la revista La Vitrola y de El Envigadeño Medio de Comunicación, publicaciones de Envigado.