El día que murió Chalo, librero ambulante

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Por Faber Cuervo*
Foto Cortesía de la Familia Correa.

El día que murió Chalo, el DIM le ganó por cuarta vez al Nacional en el semestre. Pero a Chalo no le importaron las acrobacias con el balón. El día que murió Chalo, faltaban horas para que fuera aprobada la reforma a la salud en la Cámara. Pero a Chalo ya no lo beneficiaba, hacía siglos había perdido su salud, o mejor, se la habían arrancado de un tajo en un vuelo fallido a Londres. El día que murió Chalo, seguían asesinando niños en Palestina; eso a él siempre le dolía y esa fue otra de las razones por las que enfermó.
Chalo quiso ser pintor y escritor, pero fue poeta. Poeta callejero vestido con libros y austeridad. Desde niño entendió que el mejor amigo del hombre no es el perro, es el libro. Y se rodeó de ellos. Dormía con ellos, vivía por ellos. Chalo sólo amó los libros. Nada más. Y los quiso con el amor que casi nadie da, con desprendimiento y libertad. Así como llegaban a sus manos, así mismo volaban a otras manos. El libro era para servir, para orientar, para que otros engordaran el espíritu.

Sí mismo
Poco le faltó a Chalo para ser un cínico, un seguidor de la escuela de Diógenes. Pero él no seguía a nadie. Se seguía a sí mismo, a los múltiples yoes que le hablaban, a esos fantasmas que lo habitaban. Su lámpara eran los libros, la imperturbabilidad que éstos contagian, la despreocupación, la discreta repulsividad al artificio, el huir de la banalidad, el hallarse consigo mismo.
Chalo vivía porque los libros se lo pedían. Si no, ya se habría ido a conversar con Goethe y Shakespeare hace mucho tiempo. Y como César Vallejo hubiera querido morir en París un día que ya tenía señalado sin recuerdo; el dolor de vivir le había jugado varios intentos. Por algo amó a Hemingway, a Maiakosvky, a Silva. Quiso vivir en Europa, estudiar pintura allí; aprender las técnicas de Turner, Constable, Van Gogh y los impresionistas. Pero ni siquiera lo dejaron avistar el Támesis. Lo devolvieron. Era un veinteañero, y con las absurdas convenciones de la civilización lo envejecieron. Chalo hace décadas percibió cómo era el destino de esclavitud en las “democracias”; y el que aprende eso ya se convierte en un viejo y se aferra como consuelo a las bellas letras y las artes.

Entre grandes
De haber vivido en la época florida de Débora, ésta lo hubiera pintado porque ella tenía ojos para ver los deseos truncados y las explosiones silenciosas dentro del ser. Y ese cuadro habría sido el mejor homenaje que Envigado le hubiera podido hacer. Y si Chalo hubiera coincidido con Fernando González, éste lo hubiera amado así como amó a los seres más humildes de la ciudad. Y le hubiera inspirado un libro, así como se lo inspiró Manjarrés, Martina, o Madame Tony.
Poeta en la forma de vivir, como andariego que difundía letras. Ave solitaria. Detestó las vanidades, la comodidad, los lujos, la hipocresía, la trivialidad. No buscó halagos, ni premios, ni reconocimientos, ni compensaciones. Le bastaba su camisa desabotonada y sus botas gastadas de recorrer todos los días a Envigado cubierto con libros como un árbol se cubre con hojas. Si alguien promovió la lectura de manera directa con información concreta fue Chalo; hablaba de los autores como si fueran sus familiares. Su memoria en tiempos de juventud era extraordinaria recitando párrafos de las obras maestras.
Escribo estas líneas sobre Chalo Correa un día después que partió, con inmensa gratitud porque por intermedio de él me llegaron los escritores de la literatura clásica en las mejores editoriales. Escuché su voz enfebrecida de emoción declamando los más puros poemas de grandes poetas. Y también lo vi alejarse triste, impotente y desvanecido, de las tabernas, en noches de bohemia. Chalo ya está reunido con Baudelaire y Rembrandt.

*Investigador cultural

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